EL OBISPO BRETÓN RELATA QUE EL PADRE EMILIANO TARDIF ASISTIÓ A UNA JOVEN POSEÍDA POR EL DEMONIO
Alejandro jamás había creído en demonios. Se resistía aceptar esas creencias, para él un espejo de la ignorancia, pero un día le tocó ser testigo presencial, hace 14 años, desde inicio hasta su final, de un hecho que puede perturbar a cualquier escéptico incapaz de descifrar los enigmas encerrados en esa lucha permanente entre el bien y el mal.
Después de aquel evento, ahora tiene que contar una tormentosa historia de la que fue parte actuante.
Este es el relato de Alejandro, un obrero de la construcción casi en sus 60, y el caso de Clariza, una joven mujer oriunda de Iguana, un pequeño y empobrecido caserío rural en el noreste de Baní, cuya familia emigró a la ciudad en el umbral de su adolescencia y ahora vivía en el ambiente urbano.
Es una joven morena de grandes ojos negros y melancólicos. Tiene un rostro sin pecas y pelo ensortijado, recogido con un brazal blanco. De labios gruesos y una dentadura revelada, vestía pantalones jeans cortos y una blusa roja que le dejaba medio torso visible.
Eran casi las 12:00 del mediodía y el barrio donde reside Clariza, un pedazo del cordón arruinado que envuelve a la ciudad sureña, parecía derretirse por el calor abrasador de aquellas temperaturas de agosto.
Ese día, Clariza, destacada en el vecindario por su espíritu candoroso y vocinglero, tenía un semblante raro, muy extraño. Estaba atrapada en un silencio casi sepulcral. Su mirada no tenía punto de enfoque. Estaba, como dice el refranero popular, “en otro mundo”.
En la cocina había una sartén sobre una hornilla de la estufa donde cocía habichuelas rojas para el almuerzo de ese día y sobre el piso de la sala una cubeta con agua y detergente para lavar el piso. Cerca, recostada a la mesa del comedor, una vieja escobilla, herramienta doméstica para labores de limpieza.
Se había casado hace poco y gozaba de una relación feliz con su pareja, Alejandro, testigo de este extravagante evento, que en ese momento hacía entrada a la casa. Sin embargo, ella seguía ahí, imperturbable, recogida en un mundo de indiferencia a todo.
Su marido saludó, pero ella no respondió. Seguía sentada en un recodo de la sala, indiferente, ajena a la realidad exterior. Su cuerpo estaba allí, pero nadie sabe si también su alma.
De repente, se paró y caminó como autómata hacia su aposento y se desplomó boca abajo en la cama. A pocos minutos, volteó boca arriba y su cuerpo empezó a estremecerse intensamente. Su cabeza se movía de un lado a otro, primero con pesadez, luego con una rapidez increíble. Su esposo, que había escuchado de casos parecidos, salió como alocado de la casa y fue por ayuda de sus vecinos. Cuando estos llegaron, quedaron absortos al ver lo que ocurría.
Los ojos de Clariza empezaron a engrandecerse. Parecía iban a salirse de su espacio natural y sus vasos capilares a punto de estallar. Su mirada diabólica infligía miedo. Seguido, un chillido sobrecogedor y profundo salía de su garganta. Su tono de voz femenino había cambiado y hablaba. Ahora era ronco y masculino. Además no hablaba su idioma, el español.
Esa no era Clariza, la mujer contenta y de buen humor que tanto afecto había ganado en el barrio. ¿Qué le ocurría a esta mujer? Unos afirmaban que estaba poseída por el diablo, otros que estaba montada por santos y hasta que tenía ataque de nervios. ¡”Está loca”!, decían algunos.
Sea lo que fuere, para su familia, este caso solo podría enfrentarlo el viejo Juanico, pero este vivía en Mata Gorda, un campo cercano que bordea al río Baní, cerca de la ciudad. Fueron en su búsqueda y poco después el anciano llegó a la vivienda. Estaba exhausto. Trajo una imagen de Jesucristo crucificado y un pequeño frasco con agua bendita.
Cuando roció el agua bendecida sobre su cuerpo, seguido de oraciones, la mujer tuvo una reacción violenta. Le crujían los dientes y parecía que iba a expulsar los ojos; cuatro hombres la sujetaban fuerte, pero terminaban lanzados repetidas veces contra el suelo y paredes de la casa.
El viejo Juanico sudaba a cántaros y parecía agotado. Estaba casi vencido. Sus llamados al ente diabólico a abandonar el cuerpo poseído eran continuos. Insistía, y tras una lucha intensa entre la furia de la mujer y los conjuros para liberarla, Juanico ganó la batalla contra la entidad que la atormentaba. Entonces, ella se calmó, agarró una escoba y barrió el patio. De cuanto le había ocurrido, aparecía no recordar nada.
Sin embargo, esa noche, el marido de Clariza “no pudo cerrar un ojo”. Aquella mirada horrible y los gritos espeluznantes de su mujer no lo dejaban tranquilo.
Todavía hoy, 14 años después de haber ocurrido este hecho, el enigmático evento sigue persiguiendo a Alejandro.
POSEÍDA
OBISPO OFRECE UN TESTIMONIO
El obispo Bretón relata que el padre Emiliano Tardif asistió a una joven poseída por el demonio. Esta es su versión:
“El era un hombre de Dios que hacía maravillas. Una vez le estaba dando un retiro a sacerdotes en Suiza, cuando se aparecieron allá, no sé de qué otro país vecino, con una joven que se presumía estaba poseída por el demonio. Entonces, él se separó de los demás sacerdotes y se puso a hacerle una oración a la joven. Luego hicieron un experimento. Como era un retiro con sacerdotes, tenían el Santísimo expuesto para la ocasión. Seguido mandaron a buscar la custodia donde se coloca el Santísimo. Cuando se le acercaban el Santísimo (a la joven) se retorcía y hacía de todo. Estaba poseída por el demonio. Luego retiraban la custodia y se tranquilizaba. No sé si fue idea del padre Tardif o de otro, pero sacaron la hostia consagrada y buscaron otra hostia igual, pero sin consagrar, y se la acercaron a la joven. Igual que con la custodia, esta se quedaba tranquilita. El padre Emiliano decía: nosotros no notamos la presencia de Cristo, pero el demonio sí sabe hacer la diferencia. Cuando le acercaban la hostia consagrada, la muchacha se ponía como una fiera, pero cuando le ponían la otra, sin consagrar, permanecía tranquilita”.
CÓDIGO
ÓRDENES PARA UNA EXPULSIÓN
Las ordenes que debe ejecutar una autoridad de la Iglesia Católica, para expulsar un ente diabólico, están guiadas por un código que sugiere los siguientes mandatos:
*En el nombre de Jesús, espíritu de blasfemia, te ordeno que salgas de él.
*Ato todo poder que tengas, espíritu inmundo, sobre esta criatura.
*La sangre de Cristo rompe toda atadura, toda influencia que tengas sobre este cuerpo.
*Espíritu de ludopatía, sal de él, te lo ordeno por mi poder sacerdotal.
Alejandro jamás había creído en demonios. Se resistía aceptar esas creencias, para él un espejo de la ignorancia, pero un día le tocó ser testigo presencial, hace 14 años, desde inicio hasta su final, de un hecho que puede perturbar a cualquier escéptico incapaz de descifrar los enigmas encerrados en esa lucha permanente entre el bien y el mal.
Después de aquel evento, ahora tiene que contar una tormentosa historia de la que fue parte actuante.
Este es el relato de Alejandro, un obrero de la construcción casi en sus 60, y el caso de Clariza, una joven mujer oriunda de Iguana, un pequeño y empobrecido caserío rural en el noreste de Baní, cuya familia emigró a la ciudad en el umbral de su adolescencia y ahora vivía en el ambiente urbano.
Es una joven morena de grandes ojos negros y melancólicos. Tiene un rostro sin pecas y pelo ensortijado, recogido con un brazal blanco. De labios gruesos y una dentadura revelada, vestía pantalones jeans cortos y una blusa roja que le dejaba medio torso visible.
Eran casi las 12:00 del mediodía y el barrio donde reside Clariza, un pedazo del cordón arruinado que envuelve a la ciudad sureña, parecía derretirse por el calor abrasador de aquellas temperaturas de agosto.
Ese día, Clariza, destacada en el vecindario por su espíritu candoroso y vocinglero, tenía un semblante raro, muy extraño. Estaba atrapada en un silencio casi sepulcral. Su mirada no tenía punto de enfoque. Estaba, como dice el refranero popular, “en otro mundo”.
En la cocina había una sartén sobre una hornilla de la estufa donde cocía habichuelas rojas para el almuerzo de ese día y sobre el piso de la sala una cubeta con agua y detergente para lavar el piso. Cerca, recostada a la mesa del comedor, una vieja escobilla, herramienta doméstica para labores de limpieza.
Se había casado hace poco y gozaba de una relación feliz con su pareja, Alejandro, testigo de este extravagante evento, que en ese momento hacía entrada a la casa. Sin embargo, ella seguía ahí, imperturbable, recogida en un mundo de indiferencia a todo.
Su marido saludó, pero ella no respondió. Seguía sentada en un recodo de la sala, indiferente, ajena a la realidad exterior. Su cuerpo estaba allí, pero nadie sabe si también su alma.
De repente, se paró y caminó como autómata hacia su aposento y se desplomó boca abajo en la cama. A pocos minutos, volteó boca arriba y su cuerpo empezó a estremecerse intensamente. Su cabeza se movía de un lado a otro, primero con pesadez, luego con una rapidez increíble. Su esposo, que había escuchado de casos parecidos, salió como alocado de la casa y fue por ayuda de sus vecinos. Cuando estos llegaron, quedaron absortos al ver lo que ocurría.
Los ojos de Clariza empezaron a engrandecerse. Parecía iban a salirse de su espacio natural y sus vasos capilares a punto de estallar. Su mirada diabólica infligía miedo. Seguido, un chillido sobrecogedor y profundo salía de su garganta. Su tono de voz femenino había cambiado y hablaba. Ahora era ronco y masculino. Además no hablaba su idioma, el español.
Esa no era Clariza, la mujer contenta y de buen humor que tanto afecto había ganado en el barrio. ¿Qué le ocurría a esta mujer? Unos afirmaban que estaba poseída por el diablo, otros que estaba montada por santos y hasta que tenía ataque de nervios. ¡”Está loca”!, decían algunos.
Sea lo que fuere, para su familia, este caso solo podría enfrentarlo el viejo Juanico, pero este vivía en Mata Gorda, un campo cercano que bordea al río Baní, cerca de la ciudad. Fueron en su búsqueda y poco después el anciano llegó a la vivienda. Estaba exhausto. Trajo una imagen de Jesucristo crucificado y un pequeño frasco con agua bendita.
Cuando roció el agua bendecida sobre su cuerpo, seguido de oraciones, la mujer tuvo una reacción violenta. Le crujían los dientes y parecía que iba a expulsar los ojos; cuatro hombres la sujetaban fuerte, pero terminaban lanzados repetidas veces contra el suelo y paredes de la casa.
El viejo Juanico sudaba a cántaros y parecía agotado. Estaba casi vencido. Sus llamados al ente diabólico a abandonar el cuerpo poseído eran continuos. Insistía, y tras una lucha intensa entre la furia de la mujer y los conjuros para liberarla, Juanico ganó la batalla contra la entidad que la atormentaba. Entonces, ella se calmó, agarró una escoba y barrió el patio. De cuanto le había ocurrido, aparecía no recordar nada.
Sin embargo, esa noche, el marido de Clariza “no pudo cerrar un ojo”. Aquella mirada horrible y los gritos espeluznantes de su mujer no lo dejaban tranquilo.
Todavía hoy, 14 años después de haber ocurrido este hecho, el enigmático evento sigue persiguiendo a Alejandro.
POSEÍDA
OBISPO OFRECE UN TESTIMONIO
El obispo Bretón relata que el padre Emiliano Tardif asistió a una joven poseída por el demonio. Esta es su versión:
“El era un hombre de Dios que hacía maravillas. Una vez le estaba dando un retiro a sacerdotes en Suiza, cuando se aparecieron allá, no sé de qué otro país vecino, con una joven que se presumía estaba poseída por el demonio. Entonces, él se separó de los demás sacerdotes y se puso a hacerle una oración a la joven. Luego hicieron un experimento. Como era un retiro con sacerdotes, tenían el Santísimo expuesto para la ocasión. Seguido mandaron a buscar la custodia donde se coloca el Santísimo. Cuando se le acercaban el Santísimo (a la joven) se retorcía y hacía de todo. Estaba poseída por el demonio. Luego retiraban la custodia y se tranquilizaba. No sé si fue idea del padre Tardif o de otro, pero sacaron la hostia consagrada y buscaron otra hostia igual, pero sin consagrar, y se la acercaron a la joven. Igual que con la custodia, esta se quedaba tranquilita. El padre Emiliano decía: nosotros no notamos la presencia de Cristo, pero el demonio sí sabe hacer la diferencia. Cuando le acercaban la hostia consagrada, la muchacha se ponía como una fiera, pero cuando le ponían la otra, sin consagrar, permanecía tranquilita”.
CÓDIGO
ÓRDENES PARA UNA EXPULSIÓN
Las ordenes que debe ejecutar una autoridad de la Iglesia Católica, para expulsar un ente diabólico, están guiadas por un código que sugiere los siguientes mandatos:
*En el nombre de Jesús, espíritu de blasfemia, te ordeno que salgas de él.
*Ato todo poder que tengas, espíritu inmundo, sobre esta criatura.
*La sangre de Cristo rompe toda atadura, toda influencia que tengas sobre este cuerpo.
*Espíritu de ludopatía, sal de él, te lo ordeno por mi poder sacerdotal.

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