Los jefes de las bandas dicen que el crack desestabiliza sus comunidades y les dificulta el control de las zonas abandonadas por el Gobierno. Las autoridades se atribuyen el mérito y sostienen que los narcos sólo quieren convencer a la policía de que abandone su ofensiva
Había mucho movimiento en la favela Mandela una noche reciente. A la luz de un farol, los clientes elegían entre varios paquetitos de cocaína en polvo y marihuana que costaban 5, 10 y 25 dólares. Adolescentes con armas semiautomáticas recibían el dinero mientras coqueteaban con muchachas que lucían ropa provocativa, con el ombligo al aire.
Cerca de allí, varios niños saltaban en un trampolín, ajenos a las armas y la venta de drogas que son parte de su vida cotidiana en cientos de favelas de esta ciudad de 12 millones de habitantes. La oferta de los traficantes, sin embargo, no incluía el crack, la droga más adictiva y destructiva.
Cuando apareció el crack hace unos seis años, Mandela y las favelas vecinas pasaron a ser el principal mercado al aire libre de drogas de Río, "cracolandia", donde los usuarios podían comprar la piedra, fumarla y pasar el tiempo hasta reincidir. Multitudes de adictos vivían en casuchas de cartón con mantas inmundas y conseguían como podían dinero para comprar la droga.
Ahora no había crack en la mesa de madera donde los traficantes ofrecen sus productos y tampoco hay adictos en las calles. El cambio no obedece a una campaña de la policía o de salud pública. Los propios traficantes dejaron de vender la droga en Mandela y la vecina Jacarezinho. Y dicen que dejarán de venderla en otros sitios en los próximos dos años.
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