Jesús Ignacio Flores comenzó a trabajar a los 16 años.
Pasaba largas horas en sitios de construcción y en los campos de la
plantación de azúcar más grande de su país.
Hace tres años, sus
riñones comenzaron a fallar. Llenaban su cuerpo de toxinas. Luego de una
rápida agonía, falleció el 19 de enero en el patio de su casa, a los 51
años.
"Sus últimos cuatro meses fueron fatales, y el último,
peor. 'Me estoy quemando', decía él", relató su esposa Gloria Esperanza
Mayorga a la Associated Press. "No le paraba el hipo, no dormía, sufría
calambres, dolores de cabeza, perdió el apetito, vomitaba el agua y los
alimentos que trataba de ingerir, se le ampollaron la boca y (tenía)
todo el cuerpo reseco, perdía la vista, no podía orinar, se levantaba de
pronto desesperado y al final hablaba sólo y deliraba".
"Fue un infierno", dijo la mujer, de 49 años.
Su
cuerpo fue depositado en un ataúd rústico en el patio de su humilde
vivienda en presencia de sus ocho hijos y una cincuentena de vecinos que
lo velaron.
Al momento de morir, los trabajadores en el cañaveral
seguían laborando con sus machetes. Durante se velorio, casi a media
noche, los tractores del ingenio trabajaban recogiendo caña cortada y a
lo lejos se escuchaba el constante rugir de los molinos y el resplandor
de las luces de sus instalaciones en Chichigalpa, un pueblo de la región
azucarera de Nicaragua donde uno de cada cuatro hombres presenta
síntomas de una deficiencia renal crónica, según estudios médicos
realizados.
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