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El hambre y el enojo no nos vuelven peores personas



Bianca Bagnarelli/The New York Times
La caminata matutina antes de la cena de una festividad puede parecer un acto de penitencia por adelantado: una forma de ejercer autocontrol antes del festín, ideal bajo un sol pálido, en medio de un montón solitario de hojas y con la determinación de mantener la fogata a la vista. Si caminas demasiado lento —o demasiado rápido— solo molestarás a tus compañeros, que también ayunaron para llenarse en el banquete.
Los científicos apenas han comenzado a explorar los efectos emocionales y sociales del hambre intensa. (Los consejos universitarios de ética no ven con buenos ojos los experimentos en que se analiza a grupos de estudiantes hambrientos en nombre de la psicología). Sin embargo, ya han obtenido algo de información. Varios estudios, por ejemplo, han mostrado que un nivel bajo de glucosa —es decir, tener hambre— se asocia con señales de agresión, un estado de ánimo en el que el hambre y el enojo se fusionan.
La furia y el hambre son una sensación distintiva de urgencia y de impaciencia cada vez más intolerable, una sensación que conoce cualquiera que haya esperado en la fila larga de una cafetería o un restaurante o haya estado en medio de niños pequeños sin haber comido. Sin embargo, hay muchos tipos de ira, y los psicólogos ahora están tratando de analizar cómo el hambre y el enojo en conjunto difieren de otros tipos de irritación como la furia, la rabia y la indignación.
Mediante una serie de experimentos recientes, Jennifer K. MacCormack, candidata a doctora en Psicología y Neurociencia en la Universidad de Carolina del Norte, campus Chapel Hill, halló que, cuando tienen hambre, las personas dicen que se sienten más molestas de lo habitual y dicen tener menos control de sus emociones. No obstante, ese comportamiento aumentaba solo en circunstancias específicas, y solo lo hacía en comparación con colegas que habían comido recientemente, según descubrió MacCormack.
En un estudio, puso a prueba la paciencia de más de 230 estudiantes hambrientos al hacer que sus computadoras fallaran de manera deliberada pero discreta justo cuando estaban realizando una tarea tediosa. Esa frustración por sí sola no fue suficiente para que los estudiantes hambrientos reaccionaran con enojo. MacCormack dividió a los participantes en dos grupos: a uno le pidieron que se enfocara en su estado emocional y al otro no. Solo las personas del segundo grupo, al parecer menos conscientes de su agitación creciente, mostraron señales claras de estrés y molestia cuando se descompuso la computadora.
“Es evidente que el hambre cambia nuestro estado emocional”, dijo MacCormack. “No obstante, estas pruebas sugieren que no provoca sentimientos de enojo o de egoísmo de manera automática”.
Una serie de experimentos recientes, dirigidos por Jan Hausser de la Universidad Justus-Liebig en Alemania y Nadira Faber de la Universidad de Oxford, llegaron a una conclusión similar. Los investigadores hallaron que los universitarios que sentían mucha hambre eran igual de generosos con los extraños que los satisfechos. En un experimento, 51 estudiantes que no habían comido en 14 horas participaron en “juegos de cooperación”, que simulaban digitalmente decisiones de inversión conjunta y calificaban el egoísmo de esas decisiones. Los estudiantes estaban hambrientos, según lo señalaron ellos mismos, y sus niveles de glucosa en la sangre lo confirmaron.
Sin embargo, fueron igual de generosos en las pruebas de cooperación que los 51 compañeros que habían llegado al laboratorio bien alimentados, según halló el estudio. Los investigadores después pusieron a prueba los resultados en el mundo real. Reclutaron a más de 600 participantes en una cafetería, la mitad antes de comer y la otra mitad después del almuerzo. A cada participante le dieron dinero (diez euros) o comida (paquetes de fruta deshidratada y nueces), y poco después se les acercó un extraño, que trabajaba con discreción para el equipo de investigadores, para pedirles algo: “¿Podrías darme un poco de cambio o algo de comer? Tengo hambre”.
Los estudiantes hambrientos compartieron la misma cantidad de comida y dinero que los estudiantes que acababan de comer, de acuerdo con el estudio. “Descubrimos que esa apremiante sensación de hambre no afectaba las habilidades sociales y cooperativas de los estudiantes”, dijo Paul A.M. Van Lange, psicólogo de la Universidad Vrije de Ámsterdam y autor del estudio.
De hecho, él y MacCormack argumentan que la generosidad social de los humanos parece ser suficientemente firme y potente en las personas como para superar la irritación de un estómago vacío, por lo menos de los ciudadanos acomodados de Occidente. “Lo que me sugiere esta investigación es que, en el fondo, los humanos quizá somos más prosociales de lo que creemos” cuando tenemos escasos recursos, comentó Van Lange.
Michael Bang Petersen, politólogo de la Universidad Aarhus en Dinamarca, de manera similar ha hallado que las personas hambrientas pueden apoyar programas sociales generosos en el mismo porcentaje que los individuos que comieron hace poco.
“La sabiduría popular nos dice que el hambre pone furiosa a la gente, y esa idea tiene algunos fundamentos fácticos”, dijo Petersen. “El problema actualmente es comprender cómo podemos tener esta sensación cada vez mayor de irritabilidad y una percepción de no tener autocontrol, pero, a pesar de ello, no actuamos de esa manera”.
El hambre no cambia drásticamente nuestro comportamiento, pero creemos que sí lo hace. ¿Por qué?
Preguntarle todo eso a un tío borracho y sarcástico quizá no sea la receta ideal para disfrutar de una celebración pacífica. Pero, para entonces, el hambre no puede ser una excusa, y siempre está la opción del paseo vespertino después de comer, esta vez para digerir la comida.
c.2019 The New York Times Company

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