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El puente de la desesperación por el que miles de personas huyen de la crisis en Venezuela

La crisis humanitaria en Venezuela desató una de las migraciones masivas más grandes en la historia de América Latina.
El presidente Nicolás Maduro culpa a las “economías imperialistas”–Estados Unidos y Europa– de librar una “guerra económica” contra Venezuela e imponer sanciones a varios miembros de su gobierno.
Pero sus críticos dicen que es la mala gestión económica –primero por supredecesor, Hugo Chávez, y ahora por el propio Maduro– lo que ha hecho que Venezuela esté por el suelo.
El país tiene las mayores reservas probadas de petróleo en el mundo. Alguna vez fue tan rico que el Concorde volaba desde Caracas a París. Pero ahora, su economía está hecha jirones.
Cuatro de cada cinco venezolanos viven en la pobreza. La gente hace cola durante horas para comprar comida y muchas veces se van sin nada. Las personas mueren por falta de medicinas.
La inflación está en el 82.766% y hay advertencias de que podría superar el 1.000.000% para fines de este año.
Muchos venezolanos están tratando de salir. Más de un millón llegó a Colombia en los últimos 18 meses.
Un gran número de ellos, por el Puente Internacional Simón Bolívar.
El puente tiene cerca de 300 metros de largo y 7 m de ancho. Se extiende sobre el río Táchira, que serpentea los Andes orientales a lo largo de la frontera entre Colombia y Venezuela. El río a veces puede llegar secarse, pero eso cambia pronto con las fuertes lluvias que azotan la zona.
Las dos ciudades pequeñas que conecta el puente –San Antonio del Táchira,en el lado venezolano, y Villa del Rosario, en Colombia– se encuentran en dos mundos muy diferentes.
Los colombianos rara vez cruzan la frontera para hacer sus compras en Venezuela, como solían hacerlo. En la actualidad, se trata casi de tráfico unidireccional.
Todos los días, a las 5:00am hora colombiana (6:00 am en Venezuela), el sonido de una barrera que se arrastra por el asfalto rompe el silencio en el valle y marca la apertura del puente a los peatones
La fila de Venezuela a Colombia generalmente se empieza a armar de manera constante durante la noche. Cuando las puertas se abren, son como corredores de atletismo en la salida. Los venezolanos no alcanzan a reaccionar con la rapidez necesaria.
Algunas personas son detenidas por guardias y se les ordena que abran sus maletas. Si bien la mayoría lo hace sin ningún problema, se puede ver el pánico en algunas caras cuando se dan cuenta de que están a punto de ser atrapados.
Con la economía de Venezuela en crisis, existe un incentivo para contrabandear productos básicos como la carne y el queso a Colombia, que se pueden vender a precios más altos. Los que lo hacen no son grandes comerciantes, sino, en su mayoría, personas desesperadas por recaudar dinero para comprar otros productos esenciales
Venezolanos pasan a través de un punto migratorio.
Venezolanos pasan a través de un punto migratorio.
Una mujer, a la que le confiscan unas piezas de carne, se lamenta:”¿Qué tengo que hacer?”. El guardia responde de manera brusca:”Este es un corredor humanitario: puedes llevar comida a Venezuela pero no puedes sacarla”. Y esto se repite a lo largo del día.
Aquellos que no tienen nada que declarar, o tal vez solo los afortunados que no son detenidos, siguen caminando. El movimiento de las ruedas de las maletas es la banda sonora de este puente.
Cuando llegas al final, te encuentras en lo que se conoce como “La Parada”, una comunidad bulliciosa que hace dinero con el comercio fronterizo. Vendedores de mercancía, farmacias, tiendas y compañías de autobuses compiten por vender sus productos a los que cruzan el puente. La mayoría de los comerciantes callejeros solían ser colombianos, después de todo, es Colombia.
Pero cada vez más, los venezolanos también han comenzado a establecerse aquí, tratando de vender sus productos en un país donde la moneda no ha sido diezmada.
Justo al final del puente, en medio del coro de vendedores ambulantes, un hombre grita: “¿Quién quiere vender su cabello?”.
Frente a una barrera de metal que protege el puente, Laura Castellanos se sienta en un taburete de plástico. La joven, de 25 años, tiene el cabello largo y ondulado hasta la parte inferior de la espalda. Ella se ve incómoda.
Una mujer se para detrás de ella, con unas tijeras en la mano. Laura está apunto de perder la mayor parte de su cabello.
Carga en su regazo a Paula, su hija de dos meses, que está envuelta en una gran manta mullida y con un sombrero de rayas rosa. Ella bosteza mientras yace de manera paciente en los brazos de su mamá, sin darse cuenta del caos que la rodea. El esposo de Laura, Jhon Acevedo, está cerca cuidando a sus dos hijas mayores.
MIles de familias buscan mejorar sus condiciones de vida. 
MIles de familias buscan mejorar sus condiciones de vida.
La mujer con las tijeras está levantando la capa superior del cabello de Laura y cortando el que está debajo, justo en las raíces. Ella no quiere hablar mucho. Es casi como si estuviera avergonzada.
Con cada recorte, le entrega un trozo de cabello a otra mujer que está junto a ella. El comprador no dice nada y mira hacia otro lado. Se siente como una transacción fría, nada más.
A Laura le pagan 30.000 pesos (US$10) por su cabello. Se venderá para hacer extensiones o pelucas.
“Es la primera vez que lo hago”, dice con una mezcla denerviosismo y vergüenza. Ha venido para pasar el día desde la ciudad de Rubio,a una hora de la frontera.
Está vendiendo su cabello porque Andrea, su hija mayor, de 8 años, tiene diabetes y la familia necesita recaudar dinero para pagar su insulina, que toma tres veces al día. La familia se ha quedado sin suministros y han pasado tres días desde la última vez que la pequeña recibió sus inyecciones. El salario de Jhon como talabartero no siempre alcanza para pagar las drogas de su hija.
“No hay medicina, es difícil”, dice Laura. “Las personas están muriendo en Venezuela porque no pueden obtener los medicamentos que necesitan”.
Después de cinco minutos de corte, la familia se dirige a buscar una farmacia. A primera vista, no se puede decir que Laura se haya quitado la mayor parte del cabello. La peluquera ha dejado una fina capa de cabello largo en la parte superior para ocultar la verdad. Laura admite que se siente un poco triste.
“Al menos servirá para pagar algo”, dice ella. Su esposo, Jhon, busca una farmacia “pirata”, un puesto informal que vende medicamentos en gabinetes de plástico en la calle. Las inyecciones de insulina serán más baratas allí que en una farmacia tradicional.
Una farmacia "pirata" en Colombia.
Una farmacia “pirata” en Colombia.
Pero en las calles cercanas a La Parada no hay forma de saber que lo que están comprando es real. Las falsificaciones abundan, pero es un riesgo que Laura y la familia piensan que vale la pena tomar.
“No hay insulina en casa, no se puede obtener en ningún lado”, dice Laura mientras mira la fecha de vencimiento de la inyección de insulina. Recogen dos inyecciones de color azul oscuro, por 8.000 pesos cada una (US$2,65), y continúan su camino. Eso les durará casi dos meses antes de que tengan quecomenzar la búsqueda de nuevo. No será tiempo suficiente para que el cabello de Laura vuelva a crecer.
Andrea con una inyección de insulina. 
Andrea con una inyección de insulina.
Al otro lado de la calle, a no más de 10 metros de donde Laura se cortaba el pelo, Celene Cacique, de 29 años, está sentada en el pavimento. La madre detres tiene una chaqueta negra, roja y blanca con una imagen de Mickey Mouse. Está amamantando a su bebé más pequeña, Isabella, de dos meses, que está envuelta en una manta rosa y tiene un pequeño sombrero puesto.
El sol es fuerte durante el día, pero las madrugadas son frescas aquí. Es una buena idea cubrir a los bebés. Cuanto más grande sea la manta, mejor.
Celene Cacique (segunda a la ziquierda) con su bebé Isabella
Celene Cacique (segunda a la ziquierda) con su bebé Isabella
Celene llegó aquí a las 6:45 am, haciendo cola para entrar al centro de salud, que abre a las 8:00 am. Habla con otras madres que han venido a vacunar a sus bebés. Alineados a lo largo del pavimento, hay cochecitos de niños de colores brillantes, con bebés arrullados dentro.
El gobierno colombiano abrió el centro al final del puente para atender a la gran cantidad de venezolanos que cruzan la frontera para obtener vacunas.
Con la grave escasez de medicinas en Venezuela, se estima que un millón de niños no están vacunados y están volviendo a surgir enfermedades que habían dejado de ser un problema. La difteria y el sarampión son solo algunas de las que están regresando.
Es la segunda vez que Celene tiene que viajar a la frontera.
“Vine hace ocho días y había más de 120 niños”, dice ella.”Solo dejaron entrar 100 y los otros 20 no fueron atendidos. Tienes que llegar temprano”.
Han sido unos meses muy difíciles para Celene. Su esposo murió cuando tenía apenas cuatro meses de embarazo de Isabella.
Michel trabajaba como camionero en Colombia, moviendo carga a través de la frontera. Mientras conducía de vuelta a casa a las 10 de la noche en su motocicleta, se chocó contra una vaca en medio de la carretera y murió de manera instantánea. El hospital la llamó a las 3 am para decirle que estaba en el depósito de cadáveres.
“No hay luces en la carretera”, explica Celene con total naturalidad. “Hay muchos robos, la gente se lleva cables, cobre, no dejan nada. Es la forma en que encuentran dinero para pagar la comida”.
Los problemas económicos de Venezuela, en efecto, le costaron la vida aMichel.





El presidente Maduro fue lo peor que nos dejó Chávez”

Ese es un sentimiento compartido por muchos. Cuando Hugo Chávez llegó al poder en 1999, había esperanza. Fue un hombre que abogó por los pobres en una sociedad que siempre ha estado profundamente dividida. Era una figura vibrante y controvertida que quería liderar una revolución socialista en Venezuela.
Pero a Chávez lo ayudaron los altos precios de las materias primas que sirvieron para financiar sus ambiciosos programas sociales. El presidente Maduro no ha tenido tanta suerte y poco del carisma que tuvo su predecesor. Durante su liderazgo, el país ha caído en picada.
“El gobierno hace lo que quiere, tiene todo el poder”, dice Celene. “Solo Dios puede ayudarnos, es lo único que queda”.
Pero Celene tiene un salvavidas. Su suegra vive en los Estados Unidos y le envía US$500 cada dos meses. Con su nuevo bebé y dos niños mayores, que tienen 4 y 8 años, Celene no puede trabajar. Entonces ella confía en ese dinero para mantenerse a flote. Esa suma también la comparte con su hermana, su cuñado y su bebé.

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